domingo, 2 de noviembre de 2014

Moro con guandules.


La luz entra por la ventana y hace que todo se vea más naranja, más rojo, más azul. Más Caribe.
Tía Juana rebusca entre los utensilios de una casa ajena, descalza, para hacer magia en la cocina. Con los cacharros en la mano, se para en seco. Le falta la salsa y ponerse el delantal. 


La música empieza a brotar de la radio "Si tu estuvieras cerca mi mundo sería diferente" y sus pies se van de un lado a otro mientras enciende los fogones. Pone la olla al fuego y da un golpe de cadera. Canta y pica un pimiento, "Sé que tú no quieres que yo a ti te quiera, siempre tú me esquivas de alguna manera", como quien pinta un cuadro. Todo se me hacía arte a ese ritmo. 

"Desde entonces no supe que sería de tu vida, desde entonces no supe si algún día regresabas...". El arroz bailaba con los guandules en la cazuela y Tía Juana lo sazonaba. Cada movimiento en esa cocina parecía una coreografía, todo era tan Como agua para chocolate. "Un día recibí tu carta, quise leerla y era una hoja en blanco. Pues de tu vida nunca supe nada, ¿cómo preguntas que si aun te amo?".

"Quítate la ropa lentamente hoy quiero amanecer contigo..." y el sofrito se marcaba una bachata en la sartén. La cocina entera olía a República Dominicana y Tía Juana se me hacía cada vez más grácil en su bailar y cocinar, como si fuera una sola acción. "Desnúdate al paso mi reina y solo ámame" y la carne empezaba a dorarse en la sartén.

"Tú dices que no te quiero, que ya te estoy olvidando", Tía Juana da un giro y baila hasta la nevera, el aguacate le sigue el ritmo hasta la encimera. Con el ir de venir de su muñeca y un cuchillo, mientras mueve las caderas, coreografía la ensalada. "Llévame contigo, que no aguanto la aflicción".

No se sabía muy bien si el olor te acariciaba la nariz o si se colaba por los oídos, "Solo el que tiene hijos entiende que el deber de un padre no acaba jamás". 

Tía Juana, se para, se quita el delantal y se calza. Se acerca a la radio y la apaga.

Tía Juana se marcha y todo se para y luego se ralentiza. En la cocina el ambiente parecía más denso, como si se respirase la fina arena de las playas de Punta Cana, parecía escucharse el mar a lo lejos y los 'carros' de la capital en el salón. La casa se lleno de moro con guandules. De Tía Juana. De Santo Domingo. 

Y si olía bien, mejor sabía. Se podía saborear cada paso, cada movimiento. Sabía a danza. Sabía a salsa y a bachata, sabía a Tía Juana. Sabía a mi amiga Caroline y a su acento que tanto me gusta y sus pelos de Sol, sabía a todas las horas cocinando y al calor de San Juan.

Parecía magia. Olía a magia. Sabía a magia.  





martes, 8 de julio de 2014

Conversación entre cuervos en Estambul



La ciudad en todo su esplendor y desorden se extendía a través de la mirilla de un zulo en Taksim. Las calles se entrelazaban y nos escupían una y otra vez a la gran Istiklal. Era todo tan caótico. Tan bonito.

Entre la muchedumbre trepaban los niños hasta tus oídos para pedirte una lira, comida, socorro. Como fantasmas, vivían entre la gente, moviéndose aquí y allá, robando esto y lo otro. Pidiendo y observando a los turistas. Cosas de niños desde luego no.

De pronto te regalan una sonrisa, un guiño, una noche en vela. Estambul se nos enredaba en el pelo y nos regalaba cigarrillos. Que zalamera, intentando emborracharnos. Nos enamoramos a medias, nos robaba el sueño y como quien no quiere la cosa, nos acostamos sobre ella y nos dejamos hacer por su sol y sus ruidos en los jardines de Topkapi.

Los minaretes de las mezquitas le rascaban la tripa al cielo y le cantaban oraciones. Era todo tan melódico en Eminönü y era tan anárquica aquella plaza. Los olores y los sabores se mezclaban y chocaban los unos con los otros para romper en nuestra boca y en nuestra nariz. Estambul nos calentaba con su sol que se aferraba a nosotras como una caricia fuerte en la espalda, como cuando rascábamos el lomo a un perro callejero.

Y cuando nos empezaba a amar, se volvió loca. Nos perseguía, se obsesionaba, no sabía como parar. Era tan dulce y daba tanto miedo.

Y el último día, con el último expreso de media noche, se escuchaban a dos cuervos hablar sobre cualquier cosa encima nuestra. Igual que el primer día en que llegamos. Entonces te das cuenta de que Estambul tampoco te quiere tanto, aunque se ponga triste y se le nublen los cielos cuando la dejas. Porque al fin y al cabo te marchas y no te lo impide, y no sé si es porque nos quiere bien o porque quiere a tantas otras.

Estambul, que zalamera.
Es todo té rojo y amor.