lunes, 27 de enero de 2014

De cómo ofenderte con un beso


Eran entre las 12 del medio día, de algún día, de algún mes, del año pasado, y las 12 del día siguiente. Desde Bonn hasta Madrid, una dulce joven alemana de poco más de metro sesenta y pecas, soñaba con cómo serían las clases de filología en la enredada y de boca grande lengua castellana. 

Algún día se le desencajaría la mandíbula. 

Al llegar a la estación de trenes de Atocha, se le perdieron la confianza y el abrigo, y confundió las ganas de empezar con el maletín de nervios de otra persona. Metió todo echo un "gurruño" en una bolsa de tela y se la echó al hombro.

Ya estaba perdida en Madrid.

La luz le golpeó la cara al salir de la estación y ella pensó para sus adentros que pronto sería morena y gitana, y que para cuando volviera a Bonn solo vestiría de lunares y volantes. 

Olé.

Con un par de maletas, un moño muy alto y todo el miedo del mundo, se dirigía hacia el centro de Madrid sola. Como no llevaba suelto y hacía buen día decidió tirarse a la calle y andar como los turistas y los domingueros.

Paseo del Prado para arriba.

Cuando llegó a la plaza de Neptuno torció y subió por la calle de Cervantes, que elegante. Callejeando llegó a la Calle de la Cabeza. No paraba de repetirlo, "Calle de la Cabeza", y entonces su Yo menos tímido estallaba a reír en algún rincón de su cabeza. 

Madrid y sus nombres.

En el portal número cinco de la calle del Olmo le esperaba Doña Lola, con un vestido azul a lunares que conjuntaba perfectamente con la fachada del edificio, con sus ojos y con el azul del cielo madrileño. Una señora grande, de pelo oscuro y piel morena, ojos de gato, verdes, y muy muy gritona. 

La calle se le quedaba pequeña.

La chica alemana de pecas y metro sesenta se quedo paralizada. Estaba en Madrid. Estudiaba en Madrid. ¡Vivía en Madrid! Y Madrid en un abrazo demasiado prolongado se le estaba ciñendo tanto a su delicado cuello que la estaba ahogando. 

Poco le falto para salir corriendo.

Pero, ¿a dónde? Doña Lola, Madrid en su forma más redonda y femenina, ocupaba calle y media, abanico en mano. Le prestó su mayor sonrisa alemana y Lola le devolvió la mejor y más radiante sonrisa semidesdentada de toda España. Se presentó, medio a gritos medio a señales de movimientos grandes y muy lentos.

 "¡Yo!-gritaba- ¡Lola!" y se señalaba. 

Y en el siguiente minuto y medio, Lola y toda su gracia madrileña, con su amabilidad, su cariño altruista y su desparpajo español, se acercó a la chica, cada vez más delicada, alemana y le plantó un beso en cada mejilla y las llaves en una mano. Lola se marchaba señalando la ventana del segundo piso y a la perpleja chica alemana.  Ella se quedaba quieta, pensando, asustada, enfadada, fuera de lugar y muy confusa, cuando una motocicleta la despertaba y la traía de vuelta a Madrid.

Que poco apropiado, pensó ella. Que chica más rara, pensó Lola.