martes, 8 de julio de 2014

Conversación entre cuervos en Estambul



La ciudad en todo su esplendor y desorden se extendía a través de la mirilla de un zulo en Taksim. Las calles se entrelazaban y nos escupían una y otra vez a la gran Istiklal. Era todo tan caótico. Tan bonito.

Entre la muchedumbre trepaban los niños hasta tus oídos para pedirte una lira, comida, socorro. Como fantasmas, vivían entre la gente, moviéndose aquí y allá, robando esto y lo otro. Pidiendo y observando a los turistas. Cosas de niños desde luego no.

De pronto te regalan una sonrisa, un guiño, una noche en vela. Estambul se nos enredaba en el pelo y nos regalaba cigarrillos. Que zalamera, intentando emborracharnos. Nos enamoramos a medias, nos robaba el sueño y como quien no quiere la cosa, nos acostamos sobre ella y nos dejamos hacer por su sol y sus ruidos en los jardines de Topkapi.

Los minaretes de las mezquitas le rascaban la tripa al cielo y le cantaban oraciones. Era todo tan melódico en Eminönü y era tan anárquica aquella plaza. Los olores y los sabores se mezclaban y chocaban los unos con los otros para romper en nuestra boca y en nuestra nariz. Estambul nos calentaba con su sol que se aferraba a nosotras como una caricia fuerte en la espalda, como cuando rascábamos el lomo a un perro callejero.

Y cuando nos empezaba a amar, se volvió loca. Nos perseguía, se obsesionaba, no sabía como parar. Era tan dulce y daba tanto miedo.

Y el último día, con el último expreso de media noche, se escuchaban a dos cuervos hablar sobre cualquier cosa encima nuestra. Igual que el primer día en que llegamos. Entonces te das cuenta de que Estambul tampoco te quiere tanto, aunque se ponga triste y se le nublen los cielos cuando la dejas. Porque al fin y al cabo te marchas y no te lo impide, y no sé si es porque nos quiere bien o porque quiere a tantas otras.

Estambul, que zalamera.
Es todo té rojo y amor. 



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