domingo, 2 de noviembre de 2014

Moro con guandules.


La luz entra por la ventana y hace que todo se vea más naranja, más rojo, más azul. Más Caribe.
Tía Juana rebusca entre los utensilios de una casa ajena, descalza, para hacer magia en la cocina. Con los cacharros en la mano, se para en seco. Le falta la salsa y ponerse el delantal. 


La música empieza a brotar de la radio "Si tu estuvieras cerca mi mundo sería diferente" y sus pies se van de un lado a otro mientras enciende los fogones. Pone la olla al fuego y da un golpe de cadera. Canta y pica un pimiento, "Sé que tú no quieres que yo a ti te quiera, siempre tú me esquivas de alguna manera", como quien pinta un cuadro. Todo se me hacía arte a ese ritmo. 

"Desde entonces no supe que sería de tu vida, desde entonces no supe si algún día regresabas...". El arroz bailaba con los guandules en la cazuela y Tía Juana lo sazonaba. Cada movimiento en esa cocina parecía una coreografía, todo era tan Como agua para chocolate. "Un día recibí tu carta, quise leerla y era una hoja en blanco. Pues de tu vida nunca supe nada, ¿cómo preguntas que si aun te amo?".

"Quítate la ropa lentamente hoy quiero amanecer contigo..." y el sofrito se marcaba una bachata en la sartén. La cocina entera olía a República Dominicana y Tía Juana se me hacía cada vez más grácil en su bailar y cocinar, como si fuera una sola acción. "Desnúdate al paso mi reina y solo ámame" y la carne empezaba a dorarse en la sartén.

"Tú dices que no te quiero, que ya te estoy olvidando", Tía Juana da un giro y baila hasta la nevera, el aguacate le sigue el ritmo hasta la encimera. Con el ir de venir de su muñeca y un cuchillo, mientras mueve las caderas, coreografía la ensalada. "Llévame contigo, que no aguanto la aflicción".

No se sabía muy bien si el olor te acariciaba la nariz o si se colaba por los oídos, "Solo el que tiene hijos entiende que el deber de un padre no acaba jamás". 

Tía Juana, se para, se quita el delantal y se calza. Se acerca a la radio y la apaga.

Tía Juana se marcha y todo se para y luego se ralentiza. En la cocina el ambiente parecía más denso, como si se respirase la fina arena de las playas de Punta Cana, parecía escucharse el mar a lo lejos y los 'carros' de la capital en el salón. La casa se lleno de moro con guandules. De Tía Juana. De Santo Domingo. 

Y si olía bien, mejor sabía. Se podía saborear cada paso, cada movimiento. Sabía a danza. Sabía a salsa y a bachata, sabía a Tía Juana. Sabía a mi amiga Caroline y a su acento que tanto me gusta y sus pelos de Sol, sabía a todas las horas cocinando y al calor de San Juan.

Parecía magia. Olía a magia. Sabía a magia.  





martes, 8 de julio de 2014

Conversación entre cuervos en Estambul



La ciudad en todo su esplendor y desorden se extendía a través de la mirilla de un zulo en Taksim. Las calles se entrelazaban y nos escupían una y otra vez a la gran Istiklal. Era todo tan caótico. Tan bonito.

Entre la muchedumbre trepaban los niños hasta tus oídos para pedirte una lira, comida, socorro. Como fantasmas, vivían entre la gente, moviéndose aquí y allá, robando esto y lo otro. Pidiendo y observando a los turistas. Cosas de niños desde luego no.

De pronto te regalan una sonrisa, un guiño, una noche en vela. Estambul se nos enredaba en el pelo y nos regalaba cigarrillos. Que zalamera, intentando emborracharnos. Nos enamoramos a medias, nos robaba el sueño y como quien no quiere la cosa, nos acostamos sobre ella y nos dejamos hacer por su sol y sus ruidos en los jardines de Topkapi.

Los minaretes de las mezquitas le rascaban la tripa al cielo y le cantaban oraciones. Era todo tan melódico en Eminönü y era tan anárquica aquella plaza. Los olores y los sabores se mezclaban y chocaban los unos con los otros para romper en nuestra boca y en nuestra nariz. Estambul nos calentaba con su sol que se aferraba a nosotras como una caricia fuerte en la espalda, como cuando rascábamos el lomo a un perro callejero.

Y cuando nos empezaba a amar, se volvió loca. Nos perseguía, se obsesionaba, no sabía como parar. Era tan dulce y daba tanto miedo.

Y el último día, con el último expreso de media noche, se escuchaban a dos cuervos hablar sobre cualquier cosa encima nuestra. Igual que el primer día en que llegamos. Entonces te das cuenta de que Estambul tampoco te quiere tanto, aunque se ponga triste y se le nublen los cielos cuando la dejas. Porque al fin y al cabo te marchas y no te lo impide, y no sé si es porque nos quiere bien o porque quiere a tantas otras.

Estambul, que zalamera.
Es todo té rojo y amor. 



martes, 24 de junio de 2014

Cosas que no hacer a distancia


La luna se plantó en lo alto del cielo como queriendo iluminarla, tan redonda y tan blanca. Ella, con el pelo detrás de las orejas y recogido en un intento de trenza, caminaba rápido hacia ningún lado. Tras horas y horas de estudio su jersey favorito parecía más viejo, los pantalones más gastados y sus zapatos rotos, pero su cara seguía siendo hermosa. Aun cansada. 

En la mochila llevaba un montón de apuntes organizados por asignaturas, temas, colores, orden alfabético y de extensión, a limpio, sucio, castellano, inglés y euskera. También llevaba las gafas de leer y el móvil lleno de mensajes de despedida y sin batería. En los bolsillos pequeños, una cajita de caramelos de café y un paquete de filtros. 

Mientras caminaba, ella saca el paquete de filtros, el tabaco y el papel, y la mayoría  se le cae al suelo. Se frena en seco y mira las cosas esparcidas por el suelo, como preguntándose por qué. Desesperada y apunto de llorar, por eso y no por todo lo que había ocurrido en todo el día, se rinde. Se sienta en el suelo, en medio de la acera de una ancha calle de Madrid y se dispone a liarse un cigarrillo. Que más da si algún transeúnte nocturno la ve. Que más da si no hay nadie. 

Sentada en el suelo, filtro en la boca y todo lo demás entre sus manos y sobre sus piernas, se concentra en liar el mejor de los cigarros de todos los tiempos. Las lágrimas que se le caen se lo ponen más difícil, pero ella sorbe y vuelve a intentarlo. Con el mejor cigarrillo echo por nadie al que se le acaba de romper el corazón entre los labios y el mechero en la mano, un pensamiento atraviesa su mente. ¿Por qué conformarse con la acera? ¿Por qué no hacerse dueña de toda la calle?

Se desliza entre los coches y se para en medio de la carretera vacía que, en una enorme cuesta, une la plaza de Cascorro y la Ronda de Toledo. Mira a un lado y a otro, más por cortesía que por cambiar sus intenciones en caso de, y se dirige al centro de la carretera. Cruza las piernas y se sienta como un indio. "Hau" se dice a sí misma, y se enciende el pitillo. 

Hasta tres veces tiene que re-encenderse el cigarro, recostada hacia atrás, con los brazos como tope para no caer vencida por el sueño contra el suelo. Y disfruta cada calada. Y llora. Y luego sonríe y sigue. Hasta tres pitillos seguidos se fuma. 

***

La luna se plantó en lo alto del cielo como queriendo iluminarle, tan redonda y tan blanca. Él, asomado al balcón se disponía a dormir. Sobre la mesa quedaban un montón de dibujos en los cuadernos y algún poema erótico. Todo muy moderno. Todo muy él.

Bajo el balcón se extendía la Carrer d'En Serra, vacía y estrecha. Nadie ni nada cabían allí. En su cuarto, la cama frente a la estantería llena de libros viejos. A la derecha el balcón, abierto de par en par con él dentro. A la izquierda, montones de ropa y de todo un poco, la puerta, fotos en la pared y un póster de Pulp Fiction. Junto al balcón una carita dibujada a lápiz en la pared. A los pies de la cama, la colcha tirada y arrugada en el suelo. Con los pantalones de tela roídos y con algún agujero culpa o de las quemaduras o de las polillas, él deja el balcón, se sienta en el borde de la cama y sigue mirando la calle. 

La mirada se desvía al dibujo de la pared y de la pared a la calle. Todo es lo mismo. Sobre la cama hay un móvil apagado con las teclas desgastadas y un gurruño de ropa que parece la camiseta blanca del pijama. 

En el desorden de la mesa rebusca algo, levantando los cuadernos para dejarlos sobre otro montón de cosas sobre el suelo. Después de un rato buscando sobre la mesa, retira la silla que encajaba en ella y encuentra otro montón de cosas. De entre ellas saca lo que parece un CD Walkman algo estropeado. Dentro un CD pirata, de los que le grababa. 

Tras varios intentos para encederlo, el CD comienza a girar y él pulsa el botón de aleatorio mientras camina, o baila, según se mire, hacia la cama. Una vez allí, tira la camiseta al suelo y lanza el móvil apagado o fuera de cobertura sobre un montón de ropa en el que rebota para caer al suelo y perder la batería. Se lanza sobre la cama, que cruje, y se centra en no llorar mientras escucha la música. Dave Van Rock entona "Hang me, Oh hang me" y mientras se retuerce en la cama para darle la espalda al mundo, él se derrumba. 

Se aprieta bien los auriculares contra los tímpanos y se obliga a parar de llorar. Otra vuelta sobre la cama deshaciéndola por completo y queda boca arriba, sus pies descalzos sobresalen del colchón y el pantalón se le ha arrugado tanto en las rodillas que se le ven los gemelos y todos sus tatuajes. Se recoloca el pijama y mira hacia arriba. Gira el cuello y le cruje la espalda, pero la brisa que entra desde el balcón merece la pena. Intentar dormir sería absurdo.  























domingo, 22 de junio de 2014

El jo̶d̶i̶d̶o̶ verano me p̶u̶t̶o̶ deprime.


Una tormenta de pensamientos (de esas calurosas y pegajosas de verano)  empapa e inunda las calles de mi ya no tan brillante mente. Todo se mezcla y se convierte en un inservible y "sentimentaloide" trozo mojado de NADA. 
El verano me deprime.

La música suena: "I don't see what anyone can see in anyone else but you. Du du du, du du du, du du du". Pero se pierde en algún punto entre mi oreja y mi tímpano, porque he dejado de escucharla hace al menos 15 minutos. 

Debería empezar a drenar los pantanos de mi mente y reconstruir los castillos de naipes donde la gente solía vivir, deambular, o lo que sea que hagan las personitas que ponen en desorden los cajones del apretado, cuco, y alejado del centro, apartamento de solteros que toda persona tiene por cabeza. Un "love"/estudio que no compartimos (ni alquilamos a precios desorbitados). Sin vistas, sin ascensor y lleno de estanterías y espejos para autoevaluarnos constantemente. Hay pañuelos por todas partes, la mitad son de las llanteras que nos pegamos. La otra mitad de todas las pajas mentales (habidas y por haber). Hablo del último piso del cuerpo, el de los vecinos escandalosos.

Una especie de piso de estudiantes en el que concentramos: conciencia, rabia, paranoia, pena, felicidad... y todos se emborrachan y pelean entre ellos. El Jersey Shore de la mente humana. 

La lista del Spotify "Depresión pre-menstruación o de cómo estar triste" se me acaba y no se me ocurre música más apropiada para llorar y sonarme los mocos a gusto que las canciones de Yann Tiersen y las lentas de The Moldy Peaches. 
El verano me deprime tanto. 
Por otro lado, como vuelva a saltarme otro anuncio para que me saque el carnet de conducir, me lo voy a empezar a tomar como algo personal. "My name is Jorge Regula, I'm walking down the street. I love you, let's go to sleep". La música vuelve y de pronto estoy cantando.

El exceso de agua desaparece y en mi cabeza ya solo quedan papeles mojados y un calor asfixiante digno del mejor y mas árido de los desiertos. Espero que el seguro cubra esta clase de desastres mentales. "Otra vez me dejas Madrid para mi y yo me hago mucho más feo. Es patético empezar otra canción diciendo 'te voy a echar de menos, quédate' ", la depresión, por otro lado, no remite. 
El jodido verano me puto deprime. 

En alguna parte de mi mente se escucha "¡Niña, esa boca!". Autocensura. Pero es que, ¿a dónde quieren que vayamos los tristes en verano? Debajo de las sábanas hace mucho calor, ¿qué clase de escudo contra la vida pretenden que utilicemos sin derretirnos sobre la cama, bajo la colcha?



El jodido verano me puto deprime y no hay cura. 







miércoles, 28 de mayo de 2014

¿Qué tiene que decir una antropóloga de la Cañada Real?

De la realidad a la noticia, una visión antropológica





El sol nos daba con fuerza en la nuca y el polvo se nos metía en los pulmones. Acabábamos de comenzar nuestro paseo por la Cañada Real Galiana. Era todo un acontecimiento. 

Desde hacía ya un mes, las compañeras del Grado de Antropología Social y Cultural de la Universidad Autónoma de Madrid,  habíamos estado trabajando con la imagen de la Cañada. Habíamos visionado alrededor de 50 reportajes y documentales en internet. Yo, personalmente, me esperaba cualquier cosa. En todas las noticias hablaban de la droga, de gitanos delincuentes y de chabolismo. Esencialmente, esto era la Cañada Real para mí, y para la gran mayoría de españoles.

El Departamento de Antropología nos animó a que visitásemos el barrio. Nuestra primera reacción fue de auténtico pavor. En mi cabeza resonaban trozos de todos los videos que habíamos analizado: “el mercado de la droga más grande de toda Europa”, “los carteros tienen miedo a entrar”, “una joven autista es hallada desnuda y tendida sobre sus excrementos en la Cañada”, “desarticulado uno de los clanes de la droga más activos de la Cañada Real”, “viviendas ilegales y chabolismo a las afueras de Madrid”… ¿Por qué íbamos a querer ir a un sitio así?

Un mes después, ahí estábamos. Un grupo de diez antropólogas, de no más de 25 años, recorriendo la Cañada. ¿Qué nos encontramos?

Lo primero de todo: un barrio. Un barrio con casas y con vecinos. Y esa fue nuestra primera y gran sorpresa.


La Cañada Real se compone de seis sectores, todos ellos distintos. Cada uno tiene sus peculiaridades. En unos hay más inmigración, en otros menos. Unos están afectados por los derribos, otros no. Sin embargo, toda la Cañada está afectada por la imagen que se da de ella en los medios de comunicación. Y no solo nos dan una imagen del barrio, también de todos los que allí viven.

Durante el paseo por la Cañada recorrimos cinco de los seis sectores. Vimos los escombros de las casas derribadas por los ayuntamientos con la ayuda de la policía, a las mujeres que cuidaban de los bebes. Vimos movimiento en las naves industriales y camiones que entraban y salían. Mujeres y hombres trabajando. Lo que no vimos fue trapicheo. No vimos jeringuillas en el suelo, aunque si suciedad. No vimos gitanos vendiendo drogas, aunque sí que vimos gitanos. No vimos toxicómanos. No fuimos agredidas. No nos gritaron. No nos intentaron asaltar. ¿Dónde estaba la Cañada Real de los medios?

No pretendo idealizar un bario que está sumamente afectado por la infravivienda, el chabolismo, la suciedad, el aislamiento, la especulación, la pobreza y la falta de acceso a los recursos públicos. Un barrio que ha sido maltratado y marginado desde los Ayuntamientos, y que carece de infraestructuras para dar ayuda y servicio a sus habitantes.

Tampoco niego la existencia de venta y consumo de drogas o la inseguridad, aunque estos problemas se concentren en un único sector.

Simplemente, os cuento como de estafada me sentí.

La Cañada, se ve a sí misma como un barrio. Los muros estaban llenos de pintadas que denunciaban los derribos. La Cañada era suya, de los vecinos. Y no de los grandes clanes de la droga o de gitanos autoritarios que se habían hecho con el barrio a golpe de violencia. Allí había de todo, había inmigrantes, había españoles, había gitanos, asociaciones de vecinos, ONGs, incluso había un puñado de antropólogas investigando. La calle estrecha y sin asfaltar, embarrada en algunas zonas y atravesada por una autovía, era de todos ellos.

Todo esto me llevo a buscar de donde salía mi idea de la Cañada Real. De hecho, ¿cómo podía tener una idea de la Cañada Real si no había estado allí antes? Obviamente, la televisión había ayudado en esta labor. No sé si las noticias sobre las operaciones policiales, la droga, las historias de vida de los toxicómanos y todos los reportajes de la Cañada en general respondían al sensacionalismo que empapa hoy en día a los periódicos. También puede ser algo mucho más retorcido. Los medios han creado un gueto en Madrid y eso da mucha audiencia.

La Cañada se ha construido desde las administraciones y la televisión como un barrio peligroso, de delincuencia y de gitanos, aprovechándose del racismo crónico español para con ésta etnia. No es la primera vez que esto ocurre. Este mismo proceso de criminalización se da también en otros barrios marginales. No solo de España, sino de todo el mundo. Se dio el mismo proceso en los años 60 con la construcción del barrio del Pozo del Tío Raimundo. Se da en el Bronx de Nueva York y en las Favelas brasileñas. Culpar al propio barrio de su situación, a sus vecinos, es mirar hacia otro lado.

Los derribos no han sido aleatorios. Han servido para acallar y enfrentar a un barrio que trataba de luchar y organizarse.

Los medios de comunicación se han encargado de darnos la imagen adecuada para que no empaticemos con ellos. No son personas, son delincuentes. Los derribos son legítimos, la criminalización es aceptada. La Cañada Real Galiana es una mancha en la “marca España”.

Nosotros, por otro lado, nos hemos encargado de engullir los documentales, las noticas, los titulares. La Cañada no es suya, es nuestra, porque allí solo hay mala gente y ese espacio es público, o eso nos hacen pensar.

La administración se ha aprovechado de esta situación y se ha dedicado a especular con la Cañada. Eurovegas, zonas verdes. Todo nos va a parecer mejor si creemos que solo es un foco de delincuencia, suciedad y drogas. No nos indignamos, no protestamos. La Cañada Real ha sido desnaturalizada. Ya no es un barrio afectado por el abandono de los servicios sociales, la pobreza y por la situación política y económica del país, ahora es un problema.



Retomando mi paseo, ahí estábamos las diez antropólogas, caminando botella de agua en mano y con crema hidratante en la nariz y los hombros, esquivando los charcos. Algo raro estaba pasando. La gente nos daba los buenos días, queríamos correr, ¿dónde estaban los delincuentes? 




sábado, 17 de mayo de 2014

A-la-mier-da


Por casualidad miraba por la ventana. Por casualidad y por aburrimiento. 

Y en lo que miraba la nada que había detrás de mi ventana, vi un diente de león volando. Parecía estar bailando en el centro del patio. Un espectáculo privado para los fans de la primavera y el amor, entre los que no me cuento. 

Con mi nariz roja y asqueada de tanto querer y dejar que te quieran, soplé. Soplé y tiré a aquel pomposo y glamuroso diente de león de su escenario. A la mierda. A la mierda la primavera, las flores, todo.

A-la-mier-da.

Pero ahí seguía, flotando ante mis narices, como queriendo darme una lección o algo. Lo traté de cazar y me sentí francamente estúpida. Con los aspavientos de mis brazos solo lo hacía volar más y más alto. Vueltas más grandes, incluso se marcó un spagat el cabrón. 

Obviamente no iba a dar caza a la primavera, ni a ninguna de las frustraciones que me causa. Pero en el calentón del momento, me asomé a la ventana y le lancé una bola de papel que fue a parar a la terraza del vecino. A la frustración se le sumó una carga de vergüenza empapada en "me cago en todo". 

El diente de león, como ofendido, se dio la vuelta y se largó. Y el viento, ese malnacido, lo empujó hasta mi ventana y me lo puso en las narices. Que desgracia de día. A manotazos lo alejé de mi nariz bastante afectada ya por los chopos y sus insistentes ganas de polinizarme. 

A-la-mier-da.

Cierro la ventana, los ojos, los pulmones. Me niego a respirar mientras las plantas y  las parejas no abandonen sus ritos de apareamiento y las manitas en el parque. 

BASTA YA, CHOPOS. BASTA YA, PERSONAS.



jueves, 8 de mayo de 2014

Depresión "post-parto sentimental"


Lo sueltas. Abres la caja de Pandora, el cajón de la mierda, el baúl de los recuerdos. Abres la boca, el corazón, los pulmones, tu mente y expones todos y cada uno de tus sentimientos, reproches y, yo que sé, de todo un poco. 

Antes te lo has pensado, le has dado forma. Has colocado cada cosa en su sitio. Las frases son perfectas, perfectamente dramáticas. Todo es un intento por desbordar el alma y que se quede limpia, lisa, en calma.

Llevas meses acumulando gritos, esquizofrenia, celos, llantos, agresividad. Y estalla. Estallas. Cada palabra que escupes es una tormenta, cada sílaba una gotita de agua mojando al de enfrente. Un micro-fenómeno natural, catastrófico, en tu propio cuerpo. 


Y una vez fuera, una vez desahogado, te quedas vacío 
Ya no hay nada dentro. 


La vida se hace más simple y eso te deprime. Te quedas un poco más solo cuando dejas de convivir con tus demonios. Y es difícil superar su ausencia, al fin y al cabo eran compañía. La soledad te invade, te come el alma y te ahoga en nada. Nada en que pensar, nada de lo que quejarte, nada que detestar, nada que te haga vibrar. Absoluta y exasperante Nada. 

Y la Nada no es compañía, no es amiga, no te escucha. Resuenas en ti mismo como si estuvieras hueco. El eco te devuelve las ideas, como Correos te devuelven las cartas que no llegan a ninguna parte. 


Una vez gritas y todo se escapa de tu boca, ya no hay manera de que vuelva pa' dentro. 
Y eso, te jode. 





DEPRESIÓN "POST-PARTO SENTIMENTAL"



sábado, 19 de abril de 2014

Una tarde de pre-primavera en Madrid, un hombre subía a un autobús. No hay muchos más detalles al respecto



" Una tarde de pre-primavera en Madrid, un hombre subía a un autobús. No hay muchos más detalles al respecto." Me dije a mi misma con voz de reportera. El trayecto en bus de vuelta a casa, tarde sí, tarde también, se me hacía eterno. Entre la mezcla de querer llegar y de miedo a abrir la puerta de mi cuarto y que los apuntes cayeran sobre mi como la noche iba cayendo mientras que yo perdía el tiempo en el autobús, nunca me había dejado disfrutar de todo lo que se cuece en él. 

Bueno. Eso, y mi superpoder de marearme en el instante en el que oigo el rugir de cualquier tipo de vehículo a lo lejos. 

Esa tarde, pre-primaveral como ya he dicho, salía antes. Todavía había restos de sol en el cielo, el autobús no estaba lleno, las hordas de "runners" todavía calentaban a las puertas del Retiro. Todo era maravilloso. 

Me senté atrás, como de costumbre. Y en vez de dormitar hasta mi parada, me quedé observando el entrar y salir de la gente que compartía conmigo el viaje. 

Dos paradas después se subía un hombre beis, sacaba de su billetera un par de euros y pagaba al conductor.

Era alto, muy alto, y ancho. Bastante ancho. Llevaba una camisa blanca y arrugada escondida bajo una americana de tela color beis, como sus pantalones y sus zapatos. Y como su cara y su pelo. Igual que sus gafas y su maletín. Y sus dientes y su corbata. 

Se sentó en un asiento en el que no cabía, en un autobús casi vacío que le miraba. No sé si por ser muy alto, por ser muy ancho o por ser enteramente beis. 

Su cara se retorcía en una mueca de tristeza e incomodidad. Parecía infeliz. En la solapa de su chaqueta había una mancha, estrujaba el maletín contra su pecho y los calcetines le asomaban por debajo del pantalón. Llevaba la barba despeinada y un anillo de casado que le apretaba demasiado el dedo. En sus zapatos había restos de algo pegajoso y los rizos beis de su pelo caían por su frente luchando unos contra otros. Sus labios estaban agrietados y tenía una pequeña herida en la comisura del lado derecho. Mi lado derecho, su lado izquierdo. Las gafas que llevaba estaban sucias y las mangas de la chaqueta arrugadas. El maletín que abrazaba estaba desgastado y tenía los ojos hinchados. 

Era un hombre agotado. 

No sé quien era. No puedo contaros nada más de su historia. Solo digo que, un jueves por la tarde, de un día de pre-primavera, en Madrid, un hombre se subió a un autobús. Y hasta donde yo sé, no se bajó.

Al menos, no se bajó antes que yo.



jueves, 20 de febrero de 2014

Ya veremos como promesa.


"Y sin tenerte, te tengo a vos."

Digamos que de entre todas las estrellas  me quedo con la alargada, torpe y que brilla a medias, que vive en la calle de los trenes. No me gusta por iluminar mi cielo o por guiarme en la noche, me gustan su orden y su desorden.

Me entusiasman.

Podría hacer poesía de su cabello: largo, castaño, liso, roto, que siempre huele bien. O de su boca: sus encías, sus labios, sus dientes y su lengua. Pero yo me quedo con lo de dentro.

Sus intestinos.

Me gusta la forma en que se come la vida, la traga, la digiere. La forma en que le entra por la nariz y le llega a los pulmones, como abre sus bronquiolos y los llena, y los vacía. La forma en que la vida le dilata las pupilas, le pone la piel de gallina, le contrae el corazón.

Sus células vivas, muertas, zombies.

Una gata con botas, madrileña, chula, chulapa. Un soplido en una estantería llena de polvo, un frapuccino de chocolate y un libro bien pesado en la mochila. Te sutura una idea y te cura un desengaño. Es esa parada que se te pasa y esas llaves que te dejas dentro de casa.

Sus virtudes y sus despistes. Más despistes que virtudes.

Lo absurdo es que soy yo, pero es ella. Es mi paseo y mi cena del sábado, mi cine y mis risas del viernes. Son todos los mensajes de lunes a jueves. Mi clase de anatomía del domingo por la tarde. ES ELLA, o yo, O NOSOTRAS. No sé. Pero me gusta. Pero la quiero.

Sus "ya veremos" como promesas de que algún día, en mucho tiempo, lo veremos juntas.

Mi amiga. Mi Andrea.


Soy fan de ti


lunes, 27 de enero de 2014

De cómo ofenderte con un beso


Eran entre las 12 del medio día, de algún día, de algún mes, del año pasado, y las 12 del día siguiente. Desde Bonn hasta Madrid, una dulce joven alemana de poco más de metro sesenta y pecas, soñaba con cómo serían las clases de filología en la enredada y de boca grande lengua castellana. 

Algún día se le desencajaría la mandíbula. 

Al llegar a la estación de trenes de Atocha, se le perdieron la confianza y el abrigo, y confundió las ganas de empezar con el maletín de nervios de otra persona. Metió todo echo un "gurruño" en una bolsa de tela y se la echó al hombro.

Ya estaba perdida en Madrid.

La luz le golpeó la cara al salir de la estación y ella pensó para sus adentros que pronto sería morena y gitana, y que para cuando volviera a Bonn solo vestiría de lunares y volantes. 

Olé.

Con un par de maletas, un moño muy alto y todo el miedo del mundo, se dirigía hacia el centro de Madrid sola. Como no llevaba suelto y hacía buen día decidió tirarse a la calle y andar como los turistas y los domingueros.

Paseo del Prado para arriba.

Cuando llegó a la plaza de Neptuno torció y subió por la calle de Cervantes, que elegante. Callejeando llegó a la Calle de la Cabeza. No paraba de repetirlo, "Calle de la Cabeza", y entonces su Yo menos tímido estallaba a reír en algún rincón de su cabeza. 

Madrid y sus nombres.

En el portal número cinco de la calle del Olmo le esperaba Doña Lola, con un vestido azul a lunares que conjuntaba perfectamente con la fachada del edificio, con sus ojos y con el azul del cielo madrileño. Una señora grande, de pelo oscuro y piel morena, ojos de gato, verdes, y muy muy gritona. 

La calle se le quedaba pequeña.

La chica alemana de pecas y metro sesenta se quedo paralizada. Estaba en Madrid. Estudiaba en Madrid. ¡Vivía en Madrid! Y Madrid en un abrazo demasiado prolongado se le estaba ciñendo tanto a su delicado cuello que la estaba ahogando. 

Poco le falto para salir corriendo.

Pero, ¿a dónde? Doña Lola, Madrid en su forma más redonda y femenina, ocupaba calle y media, abanico en mano. Le prestó su mayor sonrisa alemana y Lola le devolvió la mejor y más radiante sonrisa semidesdentada de toda España. Se presentó, medio a gritos medio a señales de movimientos grandes y muy lentos.

 "¡Yo!-gritaba- ¡Lola!" y se señalaba. 

Y en el siguiente minuto y medio, Lola y toda su gracia madrileña, con su amabilidad, su cariño altruista y su desparpajo español, se acercó a la chica, cada vez más delicada, alemana y le plantó un beso en cada mejilla y las llaves en una mano. Lola se marchaba señalando la ventana del segundo piso y a la perpleja chica alemana.  Ella se quedaba quieta, pensando, asustada, enfadada, fuera de lugar y muy confusa, cuando una motocicleta la despertaba y la traía de vuelta a Madrid.

Que poco apropiado, pensó ella. Que chica más rara, pensó Lola.