domingo, 30 de septiembre de 2012

"¿Para qué cerrar la puerta al vivo durante el día si ha de venir el muerto cada noche a sentarse en el borde de la cama?"

El cielo se junta con las montañas y a lo lejos se oye algún que otro pájaro cantar. El césped aun está cubierto de rocío, las nubes aun no se han despertado y el sol aun está desayunando. Nada, ni nadie, en la calle. Es demasiado pronto  incluso para esbozar una sonrisa a la nada. 
Laura camina envuelta en una bufanda de lana, enganchadas a sus tobillos unas botas tres tallas más grandes que sus pies. Los ojos rojos y el cabello revuelto. Ha vuelto a beber. En las muñecas lleva enredadas pulseras color plata que brillan para nadie y de sus orejas ya solo cuelga un pendiente caro con forma de copo de nieve. Camina perdida en sus recuerdos, algunos buenos, la mayoría malos. Para en una esquina a tomar aliento, el frío se cuela en sus pulmones y se clava en ellos como pequeñas cuchillas. El estómago le arde, la cabeza también. Y entonces, sin previo aviso, vomita toda la noche. Vomita la música demasiado alta, las copas de más, los bailes obscenos de chicas demasiado pequeñas, las provocaciones, los besos de desconocidos en la oscuridad de un garito del que ya no recuerda el nombre, las luces demasiado tenues. Todo fuera.

Los coches inundan el centro de la ciudad, a lo lejos las montañas más picudas pinchan el cielo, coronado por el sol. En la calle, movimiento continuo, gente yendo, gente viniendo, gente que se para a observar al resto. En el césped ni rastro de las gotas de rocío de primera hora de la mañana. 
Laura arranca el viejo trasto al que llama coche y se dirige a su trabajo. Viste una camisa blanca y unos pantalones negros ajustados. El pelo recogido en un moño algo deshecho, en las muñecas un reloj de oro y en la cara una sonrisa de oreja a oreja, bordeada por sus labios pintados con carmín. Rodeando su cuello, un pañuelo rojo como su boca. En la radio suena su canción y ella la grita a la nada. En la parte de atrás del coche un montón de latas de cerveza vacías. Las uñas están perfectamente cuidadas y sus manos huelen a flores silvestres. Se para frente a un semáforo colorado y mira a su alrededor. A su izquierda se ve un parque lleno de flores, y a lo lejos las montañas, a su derecha una esquina manchada de una mala noche.



Su expresión se torna seria, y no arranca a tiempo. Detrás, una hilera de coches protesta. Laura pisa el pedal y sale disparada. Ya no hay sonrisa, apaga la radio de un golpe y abre todas las ventanillas. El aire frío se cuela en sus pulmones y se clava en ellos como pequeñas cuchillas.





El sol está ya a mitad de su recorrido, Laura y sus fantasmas conducen por la carretera. Nada, ni nadie, en su camino. No es como si huyera, es más bien un acto salvaje, valentía, irse para cambiar. O irse para seguir siendo igual en otra parte.



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