lunes, 14 de enero de 2013

"¿QUE HAY DE NUEVO, VIEJO?"


-Bajo la ventana el escritorio sostenía todo mi caos, a la derecha el armario donde se escondían mis monstruos y a la izquierda un reloj de arena. En la estantería un montón de libros. La cama vacía, deshecha, anhelando que me recueste en ella, o que vuelva él. No lo sé.

En el suelo yo.

La luz estaba apagada pero la pantalla de mi ordenador me iluminaba la cara. Inclinada, miraba hacia delante, pero no veía nada. Era todo tan absurdo.

Posiblemente estuviera manteniendo una conversación con Dios, quizás con mi superego, Buda, Alá... No sé, puede que estuviera hablando con todos ellos a la vez. Una mesa redonda llena de grandes personajes y yo, que apenas llego al metro sesenta. Quién sabe, a lo mejor era algo mucho más parrandero. Un baile. Unas cervezas. No sé, no me acuerdo. Solo sé que llegué a la conclusión de que mejor tarde que nunca, de que  donde caben dos caben tres, de que no por mucho madrugar amanece más temprano y de que bien está lo que bien acaba. Y la verdad es que me importaba una mierda. No quería pensar, quería evadirme, perderme en lo sucedido, llorar. Y eso solo era el principio de lo mucho que tenía que hacer esa tarde.

Y sin embargo, ahí estaba yo, pensando.

Oí un ruido fuera, quizás mi madre volviendo de la compra, y cerré los ojos. ¿Dormir? Si, dormir. Tenía que perderme en los recuerdos, huir y llorar, y yo decidí dormir. Era evidente que algo fallaba. Cerré los ojos y durante unos segundos dejé la mente en blanco, descansé. El frío se iba apoderando de mi, y conforme pasaban los minutos, el invierno se me colaba por los dedos de los pies y subía por mis piernas hasta llegar a la punta de mis pestañas. Nunca había sentido un frío tan intenso. Posiblemente la ausencia de tantos lo potenciaba, lo adulteraba, lo hacía insoportable. Era un frío de los que queman cuando respiras y se cuela por la nariz.

Así que desperté en busca de calor, una manta, un jersey, un abrazo de mi abuela. No encontré nada y tuve que conformarme con la calidez que emanaba mi ordenador sobre-calentado.

Dejé el portátil sobre la mesa, me senté, aparte algunos papeles, ropa y también unos cuantos demonios despistados y me puse a escribir. Escribí sobre la vida, sobre el amor, sobre el desamor, sobre la vida de los enamorados, sobre el amor en la vida, la vida en el amor, sobre la pena de los desenamorados sin vida y el amor que tiene vida de desamorado. Me hice un lío.

Pero de perderme en los recuerdos, huir y llorar nada.

¿Qué me pasaba? ¿Estaba mal hecha? Se me había olvidado como dramatizar.

¡Es imposible! Soy lo más dramático y teatral que puedas encontrar en todo Madrid. Algo en mi interior se había roto y fuera lo que fuese, afectase a la glándula que afectase, a los ojos, al corazón o al estómago, no me permitía llorar.

Fui al baño, me mojé la cara, incluso me forcé a pensar en gatitos atropellados y en perros abandonados. Nada. Puse cara de pena frente al espejo y me quedé observándome, esperando alguna reacción. Y excepto una mancha de pasta de dientes con forma de pato de goma en el cristal no vi nada, nada más que el reflejo de una versión muy pobre de mi "yo triste".

Era tan ridículo que dejé de intentarlo. Me senté en la cama deshecha y me quedé mirando la puerta. Sino entraba por ella algún tipo de reacción en los cinco minutos que restaban para las siete de la tarde, debía cerrarla y centrarme en algo productivo, como pintarles bigotes a los monstruos de mi armario, que a esas horas aun dormían.

Pero no pasó nada. Ni siquiera tenía fuerzas o ganas, o ni fuerzas ni ganas de tenerlas, para levantarme y jugar a que no había pasado nada.

Cerré la puerta de mi cuarto y apoyé la espalda contra ella. Si algún tipo de sentimiento, vestido de tristeza, enfado, amargura, o incluso de alegría, pretendía entrar ahora, se lo impediría.

Pero como nadie intentaba abrir, acabe por deslizarme por la puerta hasta el suelo y sentarme. Gatee hasta el móvil, 7:01, seguro que podía dejarla abierta otro par de minutos. Pero no lo hice.

Cerré la puerta, cerré la mente y cerré los ojos. Si quedaba algún resquicio de culpabilidad, lo he ido perdiendo por el camino. Simplemente no supe que sentir, así que me decanté por no sentir nada. Algo me comía y decidí pararlo, y no me considero peor persona por ello. De hecho, he sido más lista que otros tantos que optaron por torturarse.

¿No crees Bugs? ¿Se me ha ido la olla Mouse?



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