sábado, 19 de abril de 2014

Una tarde de pre-primavera en Madrid, un hombre subía a un autobús. No hay muchos más detalles al respecto



" Una tarde de pre-primavera en Madrid, un hombre subía a un autobús. No hay muchos más detalles al respecto." Me dije a mi misma con voz de reportera. El trayecto en bus de vuelta a casa, tarde sí, tarde también, se me hacía eterno. Entre la mezcla de querer llegar y de miedo a abrir la puerta de mi cuarto y que los apuntes cayeran sobre mi como la noche iba cayendo mientras que yo perdía el tiempo en el autobús, nunca me había dejado disfrutar de todo lo que se cuece en él. 

Bueno. Eso, y mi superpoder de marearme en el instante en el que oigo el rugir de cualquier tipo de vehículo a lo lejos. 

Esa tarde, pre-primaveral como ya he dicho, salía antes. Todavía había restos de sol en el cielo, el autobús no estaba lleno, las hordas de "runners" todavía calentaban a las puertas del Retiro. Todo era maravilloso. 

Me senté atrás, como de costumbre. Y en vez de dormitar hasta mi parada, me quedé observando el entrar y salir de la gente que compartía conmigo el viaje. 

Dos paradas después se subía un hombre beis, sacaba de su billetera un par de euros y pagaba al conductor.

Era alto, muy alto, y ancho. Bastante ancho. Llevaba una camisa blanca y arrugada escondida bajo una americana de tela color beis, como sus pantalones y sus zapatos. Y como su cara y su pelo. Igual que sus gafas y su maletín. Y sus dientes y su corbata. 

Se sentó en un asiento en el que no cabía, en un autobús casi vacío que le miraba. No sé si por ser muy alto, por ser muy ancho o por ser enteramente beis. 

Su cara se retorcía en una mueca de tristeza e incomodidad. Parecía infeliz. En la solapa de su chaqueta había una mancha, estrujaba el maletín contra su pecho y los calcetines le asomaban por debajo del pantalón. Llevaba la barba despeinada y un anillo de casado que le apretaba demasiado el dedo. En sus zapatos había restos de algo pegajoso y los rizos beis de su pelo caían por su frente luchando unos contra otros. Sus labios estaban agrietados y tenía una pequeña herida en la comisura del lado derecho. Mi lado derecho, su lado izquierdo. Las gafas que llevaba estaban sucias y las mangas de la chaqueta arrugadas. El maletín que abrazaba estaba desgastado y tenía los ojos hinchados. 

Era un hombre agotado. 

No sé quien era. No puedo contaros nada más de su historia. Solo digo que, un jueves por la tarde, de un día de pre-primavera, en Madrid, un hombre se subió a un autobús. Y hasta donde yo sé, no se bajó.

Al menos, no se bajó antes que yo.



1 comentario:

  1. Hoy he visto a un hombre parecido. Su cara reflejaba una vida de fracasos, de problemas sin resolver... Una vida dura. Por eso era un hombre agotado, como el del autobús, solo que yo sí le he visto "bajar". Iba caminando por la calle y se ha parado delante de una mujer que estaba pidiendo dinero para sus hijos. Ha abierto la mochila beige que llevaba, ha sacado una cartera roída y destrozada (curioso, ¿no? Era como él, su vivo reflejo) y le ha dado a la mujer lo que yo supongo que era casi todo su dinero.

    ¿La filosofía de todo esto? Que a pesar de estar agotado ha decidido resistir un poco más y sacar algo más de fuerzas.

    Feliz ¿pre?-primavera para ti.

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