miércoles, 15 de agosto de 2012

4245 Km



Escrito el 16.11.2010


Elegí el peor día del mundo para atravesar el océano.
¿Quién no conoce esa sensación de tranquilo nerviosismo que te invade cuando cruzas el Océano Atlántico?
Las olas se empeñaban en devolverme hasta la orilla.
Cada vez que me giraba estaba un poquito más lejos de esa horrible sombrilla roja, con decoraciones azules y absurdos flecos blancos.
Tan solo me quedaban unos 3644Km para llegar. Debía seguir nadando.
Tras una hora de rápidas brazadas y constante pataleo, los pies se empezaban a convertir en aletas y entre los dedos de las manos habían crecido membranas. Eran un claro ejemplo de adaptación al medio, pero no recordaba que mi profesora de biología hubiera mencionado nada acerca de su temprana realización.

Los ojos me escocían, y notaba como mi piel empezaba a arrugarse. No había contado con el exceso de agua y sal propio de los océanos. La próxima vez me acordaría de traerme  crema hidratante y colirio, mucho colirio.
Ya no veía la sombrilla, pero tenía que seguir nadando.
Los bolsillos de mi bikini empezaban a pesarme a pesar de mi escaso equipaje, así que decidí comerme la barrita de chocolate que llevaba en mi bolsillo derecho. Aunque luego pensé que era mejor guardarle la mitad a Caroline.

No podía pararme más, debía seguir nadando.
El agua se me coló por la nariz al menos seis veces, pero la peor fue la séptima, cuando parecía que con el agua había entrado algún pececillo de lo molesto que fue. 
Entonces me di cuenta de que me habían crecido escamas por toda la pierna izquierda. Empezaba a pensar que eso de la adaptación iba a causarme problemas con mi madre al volver a casa. Seguí nadando.

Al menos la vista ya no era un problema. Poco a poco, hasta la respiración dejo de serlo, unos surcos se habían abierto en la parte inferior de mi cuello. Definitivamente tendría problemas con mamá. Respirar por branquias me quemaba la garganta. Decidí entonces que lo mejor sería sumergirme y avanzar bajo el agua.
Me encontré con al menos tres bancos de peces que me dejaron paso al aparecer. No debía desviarme de la línea recta pintada en el suelo. Seguía avanzando.

Vi delfines rosados y pequeños, y mil tipos de peces de colorines, a cual más bonito. Desde peces payaso, naranjas y amarillos, hasta peces cuyo nombre desconozco, cuyas formas y colores eran imposibles, no había manera de dejar de mirarlos. Pero recuerdo que fue uno alargado, probablemente alguna clase de tiburón, y con mucha prisa el que me golpeó tan fuerte que me hizo perder el conocimiento.
Abrí de nuevo los ojos. Estaba flotando en alguna parte del océano Atlántico y no veía la línea roja que debía seguir. Aun así, lo primero que me vino a la cabeza, fue la clase de filosofía de hacía un par de semanas. “Pienso luego existo”. Lo único que pude sacar en claro de mi recuerdo era que yo existía. Tenía que encontrar la línea.

Di unas tres vueltas sobre mi misma hasta que decidí subir a la superficie. No me podía arriesgar a avanzar sin saber donde estaba mi línea roja.
Cuando conseguí asomar los ojos, las estrellas me deslumbraron y la luna se rió de mi falta de nariz. Escondí entonces el espacio vacío entre mis ojos con las manos membranosas y los entorné  en un intento fallido por ver mejor.
Era le momento de buscar, que ¿qué busqué? Pues lo que pretendía encontrar, evidentemente.
Conseguí adivinar la silueta de lo que parecía ser una fila de unas diez escaleras que salían del océano y se perdían entre las nubes. Ya casi había llegado.
A duras penas conseguí llegar de nuevo a la línea, donde me encontré con al menos quince personas avanzando por distintas líneas de distintos colores, que se cruzaban con mi línea roja.
No podía pararme a saludar, había quedado.
Seguí nadando otra vez.

Tuve que hacer memoria…”la tercera escalera, la que está oxidada, esa que parece que se va a caer…”
La escalera oxidada en tercera posición. Ya había llegado.
Subí uno a uno los peldaños, y no hubo tan solo uno en que no me escurriera. Sería una subida larga.

Nunca se me había ocurrido una idea tan estúpida como la de un pez subiendo una escalera, pero creo que sería la que más se asemejaría a ese momento.
Al menos ya había recorrido la mitad. La garganta ya no me quemaba y las branquias parecían cerrarse. Me estaba acercando.

Era un paisaje extraño, ¿a quién se le habría ocurrido construir escaleras en medio del océano? Seguro que a alguien que echara de menos a algún buen amigo.
Parecía que tenía una base fuerte porque no se tambaleaba. La escalera estaba anclada al suelo del océano, igual que las otras nueve restantes, ya me había encargado yo de comprobarlo antes de intentar trepar por aquella oxidada estructura.

Cuando por fin llegué a las nubes, solo encontré una percha de la que colgaba una  toalla y una nota donde ponía, con una caligrafía muy familiar, “llegaré tarde”.
Típico de Caroline.

Comencé a secarme mientras caminaba por la nube dando vueltas buscando algo. Como si en las nubes hubiera algo más que nubes...

Me di cuenta de que lo mejor sería sentarme y esperar, y en cuanto me acomodé, me quedé dormida.
No se cuanto tiempo pasó, seguramente uno o dos días. El camino había sido largo y necesitaba descansar.
Perdí la noción del tiempo, pero probablemente la segunda noche fue cuando el ruido de unos remos peleando con el agua me despertó.

Era ella. Su tez negra, los ojos oscuros y ese pelo rebelde. Definitivamente era ella.
Ni aletas, ni escamas, ni problemas para subir por la escalera. La próxima vez vendría en barca.

-Llegas tarde.
Alzó la cabeza, aun esta subiendo por las escaleras, y sonrió.
-No me hace gracia. He estado preocupada, ni siquiera he podido dormir.
Alzó la cabeza de nuevo y me miro con esa cara que decía claramente que sabia que había mentido. Esta vez me tocaba sonreír a mí.
-¿Has traído algo para comer?- Su voz no había cambiado
Alargué la mano para ayudarla a subir el último peldaño y le mostré la mitad de la chocolatina envuelta en un estropeado trozo de envoltorio color rojo.
-Gracias.-sonrió.

Que el punto medio entre su casa y la mía fuera a unos 4245Km de nuestros respectivos hogares me parecía exagerado, pero aun no era el momento de hablar de eso, más tarde le diría que el próximo día quedábamos en mi casa.

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